Sobreactuaba, miraba a la nada y luego le miraba a él, ahí
tan cerca, su brazo blanco hijo de inmigrantes, sus vellos, su mano, su mano en
el espaldar de mi silla y el anillo dorado en su mano, y ahí estaba el límite,
no en el cielo, no en el mar, no en lo azul. Y combinaba miradas perdidas con
encuentros fallidos. Él me dirigía, parecía metafórico, parecía redundante
porque es lo que siempre hace, con mayor o menor evidencia, con o sin público,
y ahí viene otra pausa y otra explicación y otro significado escondido, otra
pista, un poco menos de tierra sobre el cadáver, y yo con las manos sucias de tierra, yo
culpable de ser inocente, de caer en una mirada, en una celda, en una caja, en
un sueño; caer no es lo más difícil, rodar es más angustiante, caer el fácil,
es como la muerte, y levantarse es natural, pero rodar, rodar es encontrarse
frente a frente con el camino, es sentir cada una de sus irregularidades, es
deslizarse si es muy suave y quemarse si se va muy rápido. Subir y bajar
eternamente por su espalda, y cuando voltee buscarle moraleja a la pared, ser
una profesional en ver las diferencias de cada ladrillo, porque nunca se es
solo un ladrillo más en la pared, nunca hay nada igual aun después de la
industrialización y aunque lo original haya perdido significado estamos seguros
de que todavía existe. Siempre habrá algo que domesticar, algo más allá del
mirar, algo por nombrar, algo por hacer especial.
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